“Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo”.
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo”.
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Amanece en el páramo del Reino de León, el sol de primavera se alza sobre la espadaña de Villavante, entibia los campos, crece lenta su luz, como una dorada espiga, y los peregrinos ya están en camino, en el Camino. Dice el piadoso refrán: “a quien madruga, Dios le ayuda”, o en su versión para agnósticos: “al que madruga, y no al que Dios ayuda...”, el caso es aprovechar lo fresco de la mañana, ya vendrá luego el calor a castigar los pasos del caminante, a volverlos pesados como el plomo, a fatigar el empeño de su marcha.
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Al cabo, aunque todavía es de buena mañana, ya se apetece una paradita, solo un leve descanso, la ilusión de que así se toman fuerzas. A lo lejos, se divisa un rústico edificio. Fue molino, tuvo molinero y su molinera, las gentes del pueblo le confiaban su molienda. Pasaron los años y las épocas, alegrías y sinsabores. Luego ruina y olvido, nostalgia de la gente vieja. Y un día, milagrosa fecha, fue hecho de nuevo habitable hacienda: el "Molino Galochas".
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Los peregrinos llegan al canal que las muelas del molino abasteciera, ahora es apacible remanso, con sus chopos en la fresca ribera. Cómo se apetece hacer aquí ese alto, que antes se presintiera, la hora es favorable y la umbría amena, con su rumor de agua serena, su trinar de pájaros, con esa quietud donde parece que el tiempo se detuviera. El lugar y la ocasión convidan, ¿cómo resistirse a esta golosa pereza?
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¡Cómo no hacerlo, si hasta hay banco y mesa! Un rústico banco, elaborado con ancianas traviesas de la vía férrea. Una mesa, cuya tabla es una de aquellas longevas piedras de la molienda. Qué relajo para el espíritu, ese agua, la serena mañana, la rumorosa floresta. Y para el cuerpo, el recio banco, la espalda sobre un chopo, quizá algún refrigerio sacado de la alforja, sobre aquella oportuna mesa. Mesa y banco que pusieron, honrada caridad y gentileza, las buenas almas que han reconstruido el arruinado molino, como posada de aldea.
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Si alguna necesidad, o auxilio, ha menester el peregrino, puede acudir a posada tan pintoresca. No ha de salir defraudado, la amabilidad mora entre sus restauradas piedras. Aquí habitan la generosa amistad y la honradez sinceras, que aunque posada de pago, como toda posada buena, no faltan dentro de estos muros ni la solidaridad, ni el desinteresado deseo de ayudar a quien preciso le fuera.
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Y no se sorprenda el viajero, si antes de ver persona humana, que lo atienda, aparecen ante él dos traviesos “duendecillos”, Pelusa y Tormenta, curiosos, amigables, despreocupados gatos campesinos, ante los que el peregrino habrá de pagar el peaje de unas caricias zalameras, y que, si se tercia, lo han de acompañar luego un trecho del camino para hacerle la marcha más amena.
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Ya repuestos, fortalecido el cuerpo con las viandas que en el zurrón hubiera, y el espíritu ensanchado con la pausa amena, quizá con algo de charla del mesonero y la mesonera, los peregrinos se enfrentan de nuevo a la infinita senda. De nuevo al eterno Camino, el sol a la espalda, delante la sombra, delante las leguas, que han de llevarle a ese sueño, lejano, que se llama Compostela. .
Al cabo, aunque todavía es de buena mañana, ya se apetece una paradita, solo un leve descanso, la ilusión de que así se toman fuerzas. A lo lejos, se divisa un rústico edificio. Fue molino, tuvo molinero y su molinera, las gentes del pueblo le confiaban su molienda. Pasaron los años y las épocas, alegrías y sinsabores. Luego ruina y olvido, nostalgia de la gente vieja. Y un día, milagrosa fecha, fue hecho de nuevo habitable hacienda: el "Molino Galochas".
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Los peregrinos llegan al canal que las muelas del molino abasteciera, ahora es apacible remanso, con sus chopos en la fresca ribera. Cómo se apetece hacer aquí ese alto, que antes se presintiera, la hora es favorable y la umbría amena, con su rumor de agua serena, su trinar de pájaros, con esa quietud donde parece que el tiempo se detuviera. El lugar y la ocasión convidan, ¿cómo resistirse a esta golosa pereza?
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¡Cómo no hacerlo, si hasta hay banco y mesa! Un rústico banco, elaborado con ancianas traviesas de la vía férrea. Una mesa, cuya tabla es una de aquellas longevas piedras de la molienda. Qué relajo para el espíritu, ese agua, la serena mañana, la rumorosa floresta. Y para el cuerpo, el recio banco, la espalda sobre un chopo, quizá algún refrigerio sacado de la alforja, sobre aquella oportuna mesa. Mesa y banco que pusieron, honrada caridad y gentileza, las buenas almas que han reconstruido el arruinado molino, como posada de aldea.
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Si alguna necesidad, o auxilio, ha menester el peregrino, puede acudir a posada tan pintoresca. No ha de salir defraudado, la amabilidad mora entre sus restauradas piedras. Aquí habitan la generosa amistad y la honradez sinceras, que aunque posada de pago, como toda posada buena, no faltan dentro de estos muros ni la solidaridad, ni el desinteresado deseo de ayudar a quien preciso le fuera.
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Y no se sorprenda el viajero, si antes de ver persona humana, que lo atienda, aparecen ante él dos traviesos “duendecillos”, Pelusa y Tormenta, curiosos, amigables, despreocupados gatos campesinos, ante los que el peregrino habrá de pagar el peaje de unas caricias zalameras, y que, si se tercia, lo han de acompañar luego un trecho del camino para hacerle la marcha más amena.
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“Ser en la vida romero, romero..., sólo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero”.
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[Dedicado a Mercedes y Maxi, los “mesoneros” del viejo Molino Galochas].
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Salud y fraternidad.