Si altas son las torres, el valor es alto.
Venid por montañas, por mares y campos.
Entraré en Granada”.
[Rafael Alberti, Balada del que nunca fue a Granada, 1970?].
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Si hay un árbol que define a Granada, ese es el ciprés. Su silueta, firme, voluntariosa de ascenso, evoca en mí un no se qué trascendente. Su elegante perfil clásico, inverosímil, me deja un poso de serenidad, tanto exterior como interiormente, en la mirada. Hay en ellos una calma secreta, misteriosa, que se desprende de su lanceolada geometría, mientras entonan una inaudible canción plena de belleza, una música indefinida capaz de atravesar sutilmente el alma.
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Los hay, históricos y legendarios, como el “Ciprés de la Sultana”, en un patio del Generalife, a cuya sombra aquel atrevido caballero abencerraje tuvo amores con la sultana Morayma, esposa de Boabdil, provocando la terrible venganza del sultán, quien mandó degollar, en la “Sala de los Abencerrajes”, a cuanto miembro de dicha familia pudo prender.
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Los hay, históricos y legendarios, como el “Ciprés de la Sultana”, en un patio del Generalife, a cuya sombra aquel atrevido caballero abencerraje tuvo amores con la sultana Morayma, esposa de Boabdil, provocando la terrible venganza del sultán, quien mandó degollar, en la “Sala de los Abencerrajes”, a cuanto miembro de dicha familia pudo prender.
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También los hay etéreos y sutiles, como el árbol plantado por san Juan de la Cruz, en el “Carmen de los Mártires”, a modo de símbolo del anhelo místico, del alma, que quiere ascender hasta fundirse con la divinidad. Otros, en cambio, son románticos, estéticos y un punto filosóficos, como los del “Carmen de los Cipreses”, a cuya sombra celebraban sus tertulias músicos, poetas y literatos, como Manuel de Falla, Ángel Ganivet, o Federico García Lorca.
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Luego están, orgullosamente humildes, los anónimos. Aquellos que, escoltando el camino de acceso a las “caserías” de la Vega, dan nombre a ciertas fincas: “Los Cipreses”. O los que rebosan su verticalidad, ansiosa de cielo, por encima de las tapias en pequeños patios del Albayzín. Aquellos, que apenas pueden rebullirse en placetas íntimas, en jardincillos recoletos. Y los que, orillas del Darro o del Genil, escoltan las frías corrientes, hijas de la blanca siembra que el cielo cosechó, allá en las cumbres de la Sierra Nevada.
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Por fin, tenemos, los fieles guardianes, como aquellos que custodian el secreto de los misteriosos “Libro Plúmbeos” del Sacromonte, mientras compadrean sus alegres zambras, junto a las cuevas del pueblo calé. O los hambrientos de trascendencia, en patios conventuales, al modo del que, en la Cartuja, compite en altura con su estilizada torre, mientras sigue derramando la serena sombra, que antaño cayó sobre las meditaciones de aquellos estoicos hijos de san Bruno.
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La primera vez que entré en Granada, llevado por la curiosidad, esas lanzas vegetales me dejaron herida, de belleza, el alma, y sin ser consciente de ello transité por la vida, con un no se qué inquieto, que no adivinaba, con una música interior que, sin sonar, sonaba. Al cabo de los años, tras esta segunda entrada, atraído en pos de la amistad, los cipreses, volvieron a cantar su canción y esta vez, como tenía bien alerta los oídos del espíritu, me fue desvelado su mensaje, fui consciente, y mi herida quedó sanada.
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“¡Ay, cipreses de Granada!
Cuanta nostalgia en sus ramas,
Y cuanta vida, ya olvidada.
Cuanta añoranza, tan callada,
Y cuanta vida, por vivir.
Cuanto suspiro, hacia la nada,
Y cuanto secreto, sin decir.
¡Ay, cipreses de Granada!”
[Alkaest, 2010].
Cuanta nostalgia en sus ramas,
Y cuanta vida, ya olvidada.
Cuanta añoranza, tan callada,
Y cuanta vida, por vivir.
Cuanto suspiro, hacia la nada,
Y cuanto secreto, sin decir.
¡Ay, cipreses de Granada!”
[Alkaest, 2010].
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Salud y fraternidad.