A tono con la anterior entrada, donde narrábamos las peripecias del señor "Centella", artesano-artista de la madera, vaya esta nueva entrada, sobre otro artesano de la madera, algo más añejo y atrevido, quien obtuvo resultados más inciertos que los de nuestro buen luthier cordobés.
Cuando el rey García I de León, encomienda en 912 al Conde de Castilla, Gonzalo Fernández de Burgos -padre de Fernán González-, la repoblación del área del Duero, entre Clunia, San Esteban de Gormaz y Haza, se levanta la nueva población y fortaleza de Clunia, sobre un cerro, al sur de la primitiva ciudad romana, que hoy conocemos como Coruña del Conde.
El cambio de emplazamiento, viene motivado porque desde allí se tiene un mejor control de la calzada, que sube del Duero hacia el norte, y de los dos puentes romanos que atraviesan el río Arandilla. Siguen años en que la ciudad está, alternativamente, en poder de musulmanes o castellanos, a estos últimos pasará definitivamente en 1011. A partir de esa fecha, su nombre se va corrompiendo: Cluña, Crunna, Curuña, hasta llegar al que lleva hoy.
Al mismo tiempo crece su importancia económica, pues habitada por castellanos, moriscos y judíos -su judería será la más numerosa de la Ribera del Duero-, goza de una intensa actividad mercantil. Hasta que la Inquisición decide actuar, sin tener en cuenta las consecuencias. Entre finales del s.XV y comienzos del XVI, moriscos y hebreos son expulsados, para a continuación perseguir ferozmente a los conversos, con tortura y hogueras como método persuasivo. Todo ello, propiciará que su importancia económica y cultural decrezca, lenta pero imparablemente, pues la actividad inquisitorial, aunque atenuada, no decreció en los siglos siguientes.
En dicho contexto social, debemos encuadrar el extraño y prodigioso suceso protagonizado por el pastor Diego Martín Aguilera, en 1793.
El castillo de Coruña del Conde (Burgos) tiene ante sus muros un extraño artilugio, cuya silueta desentona de las medievales piedras, causando el pasmo del visitante. Se trata, nada menos que de un avión de combate, el cual se yergue ante los viejos sillares, trazando un desafiante simulacro de vuelo rasante.
Resulta ser un singular homenaje, del Ejército del Aire español, realizado en 1993, a la figura de un pastor de la localidad, Diego Martín Aguilera (1757-1799). Este joven, pobre pero emprendedor e ingenioso, inventó diferentes aparatos para facilitar el trabajo de sus convecinos, mejorando el funcionamiento de los molinos, los batanes, o la serrería de las canteras.
Por el estudio del vuelo de las aves, y de la mecánica del viento en los molinos, Diego, llegó a la creencia de poder desarrollar una máquina para volar como los pájaros. A finales del s.XVIII, trabajó durante seis años perfeccionando un artilugio volador, que construyó con ayuda del herrero local, a base de maderas, articulaciones de metal, y tela recubierta de plumas.
En la noche del 15 de mayo de 1793, llevaron el aparato a la peña más alta del castillo, y Diego se lanzó al vacío diciendo: "Voy a Burgo de Osma, de allí a Soria y volveré pasados unos días..." El pastor aeronauta consiguió alcanzar "de cinco a seis varas de altura", emprendió rumbo al Burgo de Osma y, tras haber volado "cuatrocientas treinta y una varas castellanas" -cerca de 360 m.-, tomó tierra en la orilla opuesta del río. Y ello, porque hubo de realizar un aterrizaje de emergencia, a causa de la rotura de una pieza metálica de las alas.
Este primer intento, con relativo buen resultado, habría tenido continuación, si no fuese porque los vecinos, enterados de su proeza, le tomaron unos por loco y otros por endiablado.
El prodigio de este suceso, no estuvo tanto en el aparato, ni en el vuelo, ni siquiera en llegar a tierra sano y salvo, sino en escapar de sus airados vecinos, los cuales, azuzados por los sacerdotes, tildándole de brujo diabólico, la emprendieron a golpes con el "satánico" aparato, que luego incendiaron hasta destruirlo.
Y el ingenioso pastor, incomprendido precursor del vuelo sin motor, aun tuvo suerte de poder escapar ileso, poniendo tierra de por medio durante una temporada, antes que interviniese la Inquisición. Cuando las aguas se hubieron calmado, regresó al pueblo, donde falleció a los seis años de su frustrado vuelo, cuando contaba 44 años, siendo el hazmerreir de sus incultos y supersticiosos convecinos.
¿Qué habría llegado a conseguir este ingenioso pastor, si la estulticia de sus vecinos y el oscurantismo de los clérigos no hubiesen frenado en seco su carrera?
Aunque otra interrogante nos asalta, porque no cabe duda que el astuto pastor-artesano se merecía un monumento, pero ¿se merecía este monumento, y precisamente en dicho lugar ?
[Por cierto, si el castillo les gusta, pueden comprarlo por el módico precio de 1 €. Si, si, un euro, pues el Ayuntamiento, al carecer de fondos para su restauración, lo ha puesto a la venta, con la única condición de que el comprador se comprometa a repararlo y conservarlo].
Salud y fraternidad.