Perezoso, sucede el otoño al verano. Todavía es así,
afortunadamente. Y yo, queridos seguidores “blogueros”, me dispongo a disfrutar
de la estación como mejor le cuadra a un gato de mi alcurnia. Enroscadito y
soñoliento, sobre las mullidas, tibias y suaves mantitas. Con leves intervalos
de vigilia, para comer, para
vigilar a mis mascotas humanas recibiendo sus caricias, y para controlar mis
dominios caseros…
Los amaneceres, ahora más tardíos, se desperezan
lentamente, como si al Sol le costase un poco de esfuerzo levantarse y cumplir
con su trabajo. Al atardecer, Febo, también se retira antes, “muertecito de sueño”,
como cansado de tanto trasnoche veraniego.
Las frescas mañanas, a veces, se envuelven en flotantes
cendales que difuminan la irrealidad onírica del alba. Brumas que hacen bueno
el sabio refrán: “Mañanitas de niebla, tardecitas de merienda…”, o la variante
“Mañanas de niebla, tardes de paseo”.
La Madre Naturaleza comienza la retirada hacia sus
cuarteles de invierno, para preparar, al igual que un sabio gato, el sueño hibernizo.
Los campos pierden, poco a poco, sus colores. La paleta divina de la Diosa se
relaja, torna sus tonos en ocre y gris para pintar el paisaje de melancolía e
invitarnos a reflexiva calma.
Sólo la vegetación se permite una alegre despedida,
colmándose con toda la gama de ocres, amarillos, rojizos y verdes degradados.
Al reflejarse en las corrientes de agua, los árboles, vuelven los ríos de oro,
cual si las rubias cabelleras de ninfas y xanas flotasen en sus ondas.
Se apresuran los animales, para apurar el alimento que
ya empieza a escasear. Mirlos y cuervos, escarban entre los rastrojos. Bandadas
de palomas se abaten sobre los campos segados, sobre los abandonados restos de
las cosechas, procurando atesorar en sus buches hasta el último grano, la
última semilla.
Sobre el suelo, el viento va tejiendo la mudable
alfombra de amarillentos ocres, cuyo dibujo recompone a su antojo a cada
instante. Ahora larga e inmensa, luego abierta en irregulares desgarrones,
después dispersa en hilachas, siempre a capricho de la descompasada respiración
del padre Eolo.
Es tiempo de frutos tardíos. Granadas, higos, naranjas,
azufaifos, nueces, acerolos, castañas, moras, bellotas, uvas, endrinas, moras. Y membrillos,
aromáticas esferas doradas, como pequeños soles colgados en el verde universo
de las arbóreas ramas. Frutos todos, encerrando un tesoro que las abuelas siempre
han elaborado con alquímica precisión, transmutándolos en mermeladas,
gelatinas, dulces y licores.
Todo lo contempla, serena e inmutable, esa otra esfera
dorada que es la luna de otoño. La Madre Selene, que traza su curva cósmica
sobre el cielo, como un reloj sin manecillas, pero marcando sin cesar el
incesante fluir del río de la Vida. El río que nos lleva…
Sir Crispín de Cheshire os desea lo mejor, para el
nuevo ciclo otoñal.
Salud y fraternidad.