Las meigas nos guiaron hasta Vilanova de Lourenzá una tarde de verano, típicamente gallega, de esas que no sabes si el sol empuja las nubes o al revés. Este pequeño pueblo de la Mariña Lucense, rodeado por colinas sembradas de bosques y praderas, creció alrededor del Mosterio de San Salvador, fundado el 947 por don Osorio Gutiérrez, llamado “o Conde Santo”, una santidad otorgada por decisión popular. El lugar tuvo tiempos mejores, cuando el Camino de Santiago lo atravesaba por la Ponte da Pedra. Ahora, con sus cultivos de alubias, “o val da faba” se mantiene en una aurea mediocritas. Hasta tiene un “Centro de Interpretación da Faba”, para promocionar este rico producto, y cada primer fin de semana de octubre, sus laboriosos habitantes celebran “A festa da faba”. Ocasión gastronómica, cultural y comercial digna de vivirse.
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Estábamos descansando de la ruta, en las afueras del lugar, cuando divisamos al caballo pastando en su prado, el también nos vio y venteó el aire olisqueando para decidir si éramos un peligro o no. Por un si acaso, y como la prudencia no está de más, decidió contemplarnos a media distancia. En esto apareció su dueña, una campesina que, en principio, nos observó con el mismo aire analítico de su caballería, aquilatando nuestra presencia con cierto recelo propio de las gentes del agro.
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Pero cuando salía del pasto con el corcel, solicitamos su permiso para fotografiar al hermoso animal y, acaso, si el lo toleraba, hacerle alguna caricia. Entonces, vecina y cabalgadura perdieron todo recelo. Se detuvieron, para la sesión fotográfica, y mientras junto a las fotos hacíamos zalamerías al noble bruto, ella nos obsequió con esa conversación sosegada, un punto filosófica, que tienen muchas personas del campo.
La dueña no cabía en si de gozo, porque unos “turistas”, o “gentes de ciudad”, al fin y al cabo incultos en el conocimiento y trato con los animales de labor, no solo admirasen al equino, sino que se detuviesen además a intimar sin reparos con la bestia. Quienes viven en contacto directo con la naturaleza distinguen mejor que nosotros, los “urbanitas”, cuando una caricia es afecto, cuando una alabanza es sincera, y cuando mero cumplido.
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Al cabo de unas parrafadas, sobre las alegrías y durezas de la vida campesina, más algunas recomendaciones suyas sobre las excelencias monumentales y gastronómicas del lugar, la amable pareja se alejó ladera abajo, camino del tibio establo. Él, con la barriga llena de jugosa hierba, agradecido de nuestras humanas carantoñas y jugueteos; ella, tan oronda de haber impresionado a los forasteros, aunque también íntimamente satisfecha de haber echado el rato, en agradable compañía, antes de retomar sus faenas.
Caía la tarde, con perezosa lentitud. Para nosotros, no había entonces mejor monumento que la naturaleza del entorno, ni alimento más sabroso que la afable conversación y trato, sostenidos con la simpática campesina y su caballo de labor.
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Salud y fraternidad.
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Estábamos descansando de la ruta, en las afueras del lugar, cuando divisamos al caballo pastando en su prado, el también nos vio y venteó el aire olisqueando para decidir si éramos un peligro o no. Por un si acaso, y como la prudencia no está de más, decidió contemplarnos a media distancia. En esto apareció su dueña, una campesina que, en principio, nos observó con el mismo aire analítico de su caballería, aquilatando nuestra presencia con cierto recelo propio de las gentes del agro.
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Pero cuando salía del pasto con el corcel, solicitamos su permiso para fotografiar al hermoso animal y, acaso, si el lo toleraba, hacerle alguna caricia. Entonces, vecina y cabalgadura perdieron todo recelo. Se detuvieron, para la sesión fotográfica, y mientras junto a las fotos hacíamos zalamerías al noble bruto, ella nos obsequió con esa conversación sosegada, un punto filosófica, que tienen muchas personas del campo.
La dueña no cabía en si de gozo, porque unos “turistas”, o “gentes de ciudad”, al fin y al cabo incultos en el conocimiento y trato con los animales de labor, no solo admirasen al equino, sino que se detuviesen además a intimar sin reparos con la bestia. Quienes viven en contacto directo con la naturaleza distinguen mejor que nosotros, los “urbanitas”, cuando una caricia es afecto, cuando una alabanza es sincera, y cuando mero cumplido.
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Al cabo de unas parrafadas, sobre las alegrías y durezas de la vida campesina, más algunas recomendaciones suyas sobre las excelencias monumentales y gastronómicas del lugar, la amable pareja se alejó ladera abajo, camino del tibio establo. Él, con la barriga llena de jugosa hierba, agradecido de nuestras humanas carantoñas y jugueteos; ella, tan oronda de haber impresionado a los forasteros, aunque también íntimamente satisfecha de haber echado el rato, en agradable compañía, antes de retomar sus faenas.
Caía la tarde, con perezosa lentitud. Para nosotros, no había entonces mejor monumento que la naturaleza del entorno, ni alimento más sabroso que la afable conversación y trato, sostenidos con la simpática campesina y su caballo de labor.
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Salud y fraternidad.
3 comentarios:
Y mientras unos van contemplando al caballito trotador, el pobre Crispin solito en casa esperando su latita de atún... pobrecito gatito...
Sir Crispín de Cheshire, pide la palabra, por alusiones.
Servidor, felino de buena casta, se ufana de vivir en esta casa y ver el mundo por delegación. Un mundo que me parece bastante inseguro, especialmente para un personaje de mi categoría. En esta, mi cueva, me siento seguro y querido. Además de bien alimentado, con latitas de atún, es cierto, y con latitas de otras cosas igualmente ricas, además de mi pienso compuesto.
A veces estoy solito, verdad, pero no por mucho tiempo, pues si estos muchachos, a los que dejo vivir en mi casa, faltan algúna vez por lanzarse al tenebroso mundo exterior, siempre hay una voluntariosa dama que se pasa por aquí a ver como me va, y ya puestos le permito que me abra la latita de atún, o lo que toque ese día.
Cuando los muchachos vuelven, yo me muestro zalamero en extremo, como si los extrañase muchísimo, y ellos se ponen tan contentos.
Estas criaturas, se alegran con tan poca cosa...
O sea, no me tengáis por pobre, que ya quisieran muchos llevar mi regalada vida.
Miaauuu. Marramamiaauuuu.
¡Él sí que sabe!
Sir Crispín de Cheshire está hecho todo un señor...Como corresponde al abolengo que denota su nombre.
Delegando los riesgos que conlleva la aventura. Disfrutando, en el cobijo domiciliario, de los resultados de todas la experiencias vividas en las múltiples contiendas de sus entregados súbditos.
Confia plenamente en su poder y no duda que los tiene totalmente dominados. Los deja repartir y compartir carantoñas, caricias y conversaciones con otras criaturas que habitan extramuros...Está bien que la plebe vea mundo y se relacione. Ya volverán, contentos y cansados de sus alegres correrías, cayendo de nuevo subyugados por sus dulces ronroneos y su mirada felina.
¡Los hay con mucha suerte!...
Dí que sí!!!
Besitos de mi parte a todos...
al Señor y a los súbditos.
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