sábado, 30 de mayo de 2009

Casilla 19 “La posada”: Una mesa junto al Camino Jacobeo...

“Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo”
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Amanece en el páramo del Reino de León, el sol de primavera se alza sobre la espadaña de Villavante, entibia los campos, crece lenta su luz, como una dorada espiga, y los peregrinos ya están en camino, en el Camino. Dice el piadoso refrán: “a quien madruga, Dios le ayuda”, o en su versión para agnósticos: “al que madruga, y no al que Dios ayuda...”, el caso es aprovechar lo fresco de la mañana, ya vendrá luego el calor a castigar los pasos del caminante, a volverlos pesados como el plomo, a fatigar el empeño de su marcha.
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Al cabo, aunque todavía es de buena mañana, ya se apetece una paradita, solo un leve descanso, la ilusión de que así se toman fuerzas. A lo lejos, se divisa un rústico edificio. Fue molino, tuvo molinero y su molinera, las gentes del pueblo le confiaban su molienda. Pasaron los años y las épocas, alegrías y sinsabores. Luego ruina y olvido, nostalgia de la gente vieja. Y un día, milagrosa fecha, fue hecho de nuevo habitable hacienda: el "Molino Galochas".
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Los peregrinos llegan al canal que las muelas del molino abasteciera, ahora es apacible remanso, con sus chopos en la fresca ribera. Cómo se apetece hacer aquí ese alto, que antes se presintiera, la hora es favorable y la umbría amena, con su rumor de agua serena, su trinar de pájaros, con esa quietud donde parece que el tiempo se detuviera. El lugar y la ocasión convidan, ¿cómo resistirse a esta golosa pereza?
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¡Cómo no hacerlo, si hasta hay banco y mesa! Un rústico banco, elaborado con ancianas traviesas de la vía férrea. Una mesa, cuya tabla es una de aquellas longevas piedras de la molienda. Qué relajo para el espíritu, ese agua, la serena mañana, la rumorosa floresta. Y para el cuerpo, el recio banco, la espalda sobre un chopo, quizá algún refrigerio sacado de la alforja, sobre aquella oportuna mesa. Mesa y banco que pusieron, honrada caridad y gentileza, las buenas almas que han reconstruido el arruinado molino, como posada de aldea.
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Si alguna necesidad, o auxilio, ha menester el peregrino, puede acudir a posada tan pintoresca. No ha de salir defraudado, la amabilidad mora entre sus restauradas piedras. Aquí habitan la generosa amistad y la honradez sinceras, que aunque posada de pago, como toda posada buena, no faltan dentro de estos muros ni la solidaridad, ni el desinteresado deseo de ayudar a quien preciso le fuera.
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Y no se sorprenda el viajero, si antes de ver persona humana, que lo atienda, aparecen ante él dos traviesos “duendecillos”, Pelusa y Tormenta, curiosos, amigables, despreocupados gatos campesinos, ante los que el peregrino habrá de pagar el peaje de unas caricias zalameras, y que, si se tercia, lo han de acompañar luego un trecho del camino para hacerle la marcha más amena.
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Ya repuestos, fortalecido el cuerpo con las viandas que en el zurrón hubiera, y el espíritu ensanchado con la pausa amena, quizá con algo de charla del mesonero y la mesonera, los peregrinos se enfrentan de nuevo a la infinita senda. De nuevo al eterno Camino, el sol a la espalda, delante la sombra, delante las leguas, que han de llevarle a ese sueño, lejano, que se llama Compostela.
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“Ser en la vida romero, romero..., sólo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero”
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[Dedicado a Mercedes y Maxi, los “mesoneros” del viejo Molino Galochas].
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Salud y fraternidad.

domingo, 24 de mayo de 2009

Dijo Sancho, con filosofía: -“¡Para dar y tener, seso es menester!”

San Martín de Tours parte su capa con el pobre. Nótese que aquí, el pobre, además de pobre, es cojo. Y es que, cuando el Dios de Israel se ceba en uno... [Templo de San Martín, Artaiz (Navarra), baranda del coro renacentista, s.XVI].
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En el capítulo LVIII del Quijote, Sancho utiliza burlescamente cierto refrán, para reírse, según era costumbre popular, de la “media caridad” de san Martín.
La escena relata como enseñan, al hidalgo, ciertas tallas de retablo, y cuando ve la de san Martín de Tours, don Quijote dice:
-“Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo”.
-“No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán que dicen: que para dar y tener, seso es menester”.
Al pueblo llano, que no se le escapa una, siempre le ha parecido sospechosa esa “media caridad” de Martín de Tours (316-397). Cuando el joven era un soldado, sin bautizar, partió su capa para dar la mitad a un mendigo de Amiens, que luego resultó ser Dios-Hijo disfrazado. Y claro, la gente piensa: vamos a ver, si tanta compasión le infundía el “presunto” desheredado, ¿por qué le dio tan solo media capa? Por la cosa práctica no sería, puesto que, con media capa cada uno, mal se iban a remediar ambos, acabarían pasando frío los dos. Y si, lo que el futuro santo pretendía, era darnos ejemplo sobre lo correcto de compartir los bienes, alguien debería haberle aclarado que una cosa es “compartir” y otra bien distinta “partir”.
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El pobre, aunque barbudo impenitente, no siempre es cojo, parece no existir unanimidad sobre su minusvalía... [Catedral de Nuestra Señora, Cuenca, Capilla de San Martín, retablo plateresco por Giraldo de Flugo, s.XVI].
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Al cabo de los siglos, sigue siendo un misterio la “media caridad” de Martín. Después de todo, él era rico, podía permitirse una capa nueva. Estaba claro que, con esa “caridad”, el hombre iba a continuar siendo igual de pobre. Un pobre medio abrigado, además. Eso, sin contar las bromas que debieron gastar los graciosos de Amiens a costa del “presunto mendigo”:
-“Pues yo se de buena tinta, que no le han dado una capa entera porque tan solo es medio pobre...”
De otro lado, Martín tampoco hubo de salir bien parado del trance, unos lo tildarían de tacaño, y otros de bromista malintencionado:
-“Pues hay que ser rácano, dar sólo media capa, y de seguro se quedó el trozo más grande...”
-“Cosas de ricos desocupados, quiso divertirse embromando al pobre con el chasco de la media capa...”
Y menos mal que al “necesitado” no se le ocurrió quejarse por ir a pie, que si no el Martín es capaz de partir el caballo en dos y darle la mitad al menesteroso...
Aunque hay un dato que generalmente se desconoce, el cual diremos en descargo del santo. En el 371 fue elegido obispo de Tours, y durante su mandato se topó con otro mendigo en harapos, al que, esta vez si, entrego su capa entera y verdadera. Después de todo, lo de la media capa podía pasar por “pecadillo de juventud”, y ahora era ya un varón prudente cuyos actos se juzgaban con más severidad.
Pensamos si se diría para sus adentros, escarmentado como estaba de las “ocurrencias” divinas:
-“No vaya a tratarse otra vez del Dios-Hijo, que vuelve a probarme, y tengamos más que palabras...”
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Salud y fraternidad.

domingo, 17 de mayo de 2009

“¡Pecados como piedras...!” o tal vez “¡Amor y pedagogía!”

Al caer de la tarde, un 5 de abril de 2009.
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En la cima del Monte Irago (1504 m.), al borde del Camino Jacobeo, en términos de Foncebadón (León), se alza un gran montículo de piedras coronado por un enorme poste de madera, de cinco metros, sobre el que hay una pequeña cruz de hierro que da nombre al lugar: “la Cruz de Ferro”. Aquí termina La Maragatería y principia El Bierzo.
En tiempos de la Antigua Religión, estos amontonamientos eran conocidos como “Monte de Mercurio”, divinidad protectora de los caminantes y viajeros, los cuales dejaban junto al altar del dios un guijarro, traído de su tierra, como ofrenda por la protección solicitada. Aunque Mercurio era un dios romano, en su persona se sincretizó una divinidad celta representada con tres rostros, pues vigilaba todas la encrucijadas. Se suponía que los manes, espíritus de los difuntos, vagaban reclamando otros espíritus, como compañía. Para evitar perder su alma, los caminantes ofrendaban una piedra, porque estas, como todo lo existente, tenían espíritu, y así contentaban a los manes errantes.
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La Edad Media volvió a sincretizar estos montículos, bajo el nombre de Monxoi, Manjoya, Monsgaudi, etc., o sea “Monte del Gozo”, que indicaba a los peregrinos que habían coronado con éxito un dificultoso paso de montaña y que, allí, estaban a salvo de las almas errantes como “La Santa Compaña”, “Güestia” o “Estantigua”. Este Monxoi jacobeo fue “santificado” por el abad Gaucelmo, de la Hospedería de Foncebadón, en el s.XI, al colocar la primitiva “Cruz de Ferro” en las lindes de lo que entonces era Galicia. La costumbre de amontonar guijarros persistía, y los caminantes: buhoneros, segadores, peregrinos o arrieros, continuaban trayendo una piedra, recogida en su lugar de origen, para dejarla como ofrenda penitencial en el Monxoi. Existían en diversos lugares, algunos de los cuales todavía conserva el topónimo, aunque hayan perdido su montículo.
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En la actualidad, las “ofrendas” se han sofisticado. Cada peregrino, y recordemos que los motivos de cada quien para hacer el Camino son polifacéticos, deja al pie de la cruz una piedra escrita con los mensajes más variopintos, o un pequeño objeto que, para ellos, tienen un significado simbólico personal e intransferible, aunque a un observador ajeno le resulte absurdo.
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Pero, en esencia, el concepto ritual sigue siendo el mismo que en tiempos celtíberos, ofrendar algo personal, íntimo, volcar el alma, tanto si es por sentido positivo como negativo, para librarla de lo intangible y sus peligros.
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El sentido “penitencial”, del acto de arrojar una piedra al montón, afirma que mientras más grande sea la piedra, más pecados o más graves son las faltas perdonadas, a condición que la piedra sea traída del lugar de origen del penitente. No vale hacer trampa, y tomar una gran piedra de los alrededores para depositarla allí.
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Al hilo de esta costumbre, hace poco escuchamos allí la siguiente conversación, sobre el montículo de la Cruz de Ferro, entre un abuelo y su nieto:
-Abuelo, ¿puedo poner piedras aquí arriba?
-Niño, no pongas piedras ahí, que las piedras representan los pecados, y tu no tienes pecados porque eres muy pequeño.
-¿Y esas piedras tan grandes?
-Las piedras más grandes, de este lugar, son de los más grandes asesinos que hay en el mundo: Aznar y Zapatero.
Ni que decir tiene, que nos quedamos “petrificados”. ¡Toma teología-política, popular, pedagógicamente adaptada para niños! Puede que ambos personajes merezcan serios reproches, por una u otra de sus actuaciones políticas, no lo dudamos, pero de ahí a calificarlos, ante un niño, y en semejante lugar, como “los más grandes asesinos que hay en el mundo”... En fin, quede ello para ejercicio de buenos juicios.
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Para olvidar esta exagerada explicación, cuando menos inapropiada, vayan estas tres nostálgicas imágenes del Monxoi y su Cruz de Ferro, en el transcurso de veinte años, durante los cuales el mástil de madera fue sustituido para reparar los estragos del tiempo.
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Un soleado mediodía, del 3 de agosto de 1981.
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Presintiendo la cercana tormenta, el 13 de abril de 1990.
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En medio de la bruma y la nevisca un 16 de abril de 2000.
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Salud y fraternidad.

viernes, 15 de mayo de 2009

“Dar Crispín por liebre...”

He visto que por “La Internés” circula una receta apócrifa, para cocinar nada menos que “Crispín al pil-pil”, e ilustrada con fotos robadas y sacadas de contexto. Desde aquí, quiero dejar constancia de que dicho guiso no existe y su receta es un timo, para abusar de la buena fe gastronómica de los incautos. Así que, en beneficio de su salud y la de los Crispines, no intenten llevarla a cabo.
Todo es obra del mago Frestón, mi grande enemigo, que no pierde ocasión de fastidiar porque me sabe muy amigo del noble don Quijote de la Mancha, ese espejo de andantes caballeros, al que el maléfico nigromante no puede ver ni en pintura. El infundio, propalado desde segovianas covachuelas, por los seguidores del indigno mago, unos pérfidos sayones butifarrescos oriundos de la Marca Carolingia, es como sigue:
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Receta surrealista para preparar “Crispín al pil-pil”.
Tómese un gato llamado Crispín, de tamaño terciado, preferentemente casero y manso, el color es optativo e “insimismovil”, si el bicho está dormido mejor, porque si se percata de la jugada van ustedes listos.
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Póngase a remojo total o parcial, lo que el bicho consienta, o en su defecto cinco minutos en baño de asiento. Quizá deba engañarlo, para efectuar esta fase del guiso, porque es sabida su aversión al agua. Lo mejor es cantarle aquello de:
“Cinco gatitos, tuvo la gata.
Cinco gatitos, vaya una lata...”
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Si ha conseguido remojarlo, séquelo bien antes de que se mosquee más y saque las uñas, sitúelo sobre la placa vitrocerámica, imprescindiblemente de inducción si no quiere cometer un gaticidio prematuro.
Espere que el bicho pise la tecla adecuada, a ser posible a fuego medio, lo cual no servirá para nada, porque como el Crispín no es de metal la placa de inducción parpadeará sin emitir calor. Eso conlleva una ventaja, le evitará soportar el olor de los pelos chamuscados, bastante repelente por cierto.

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Coloque al lado un recipiente con sal, pero no se la añada por encima que eso podría enfurecerlo, con las funestas consecuencias que es de suponer.
Mientras espera, y ya puede esperar sentado, prepare la salsa pil-pil, a base de sumar pil y pil: "Mezclado, no agitado", que diría 007. Queda más gustosa, si el pil y el pil son de temporada y no en conserva.
Alimente al bicho con la dicha salsa, porque si se la echa por encima luego a ver quien lo lava. Si se resiste a tomar el pil-pil, que es lo más seguro, deberá abandonar el guiso y llamar a un Telepizza. Su estómago y su Crispín se lo agradecerán.
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No se dejen engañar vuesas mercedes, por estos cantos de sirena, el Crispín, como mejor se saborea no es al “pil-pil”, sino acostado en nuestro regazo, ronroneando mientras le pasamos la mano suavemente por el lomo.
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Salud y fraternidad.